El
simple hecho de pronunciar la palabra muerte nos provoca miedo e
incertidumbre; y cuando oímos hablar de la Santa Muerte,
inconscientemente la relacionamos con hechos delictivos, magia negra,
satanismo y ocultísimo, prejuicios que han alimentado los medios de
comunicación, quienes manipulan y mal informan, y cuyo motivo central es
el morbo que impresiona y vende.
Remontémonos
al caso tan sonado de Daniel Arizmendi, el “Mochaorejas”, en el cual,
en el momento de la aprehensión de este sujeto, en 1998, se encontró un
altar a la Santa Muerte.
Así,
en la portada de los periódicos del día siguiente a su aprehensión,
aparecía él junto a dicho altar con la inscripción de que la Santa
Muerte lo protegía en sus actividades ilícitas. Ésta fue la primera
aparición pública y masiva de la Santa Muerte, y la asociación entre su
figura y los grupos delictivos fue inmediata, como en los casos de
Gilberto García Mena y de los hermanos Amezcua, aunque muchas de estas
historias difieren de la realidad.
Para
poder entender el culto a la Santa Muerte como una realidad actual que
responde a una necesidad social y espiritual, debemos, por un lado,
romper con prejuicios e ideas erróneas que nos han vendido; y, por el
otro, hacer a un lado la descalificación y satanización de la Iglesia
Católica con respecto a este culto.
Vamos a empezar entendiendo el contexto histórico en el que surge esta imagen y su devoción.
La muerte en el México prehispánico
La
cultura mexicana desde sus inicios ha tenido una relación cercana y de
culto hacia la muerte. No obstante, nuestros ancestros no la concebían
como lo hacemos actualmente. Este culto ha existido desde hace más de
tres mil años en la región geográfica-histórica que conocemos como
Mesoamérica.
En
la época prehispánica se rendía culto a la muerte como interpretación
de un ciclo natural de la vida, necesario e inevitable, en donde la
dualidad vida-muerte era indispensable para el sostén del ciclo de la
naturaleza.
Una
de las culturas antiguas más importantes fue la Azteca o Mexica, la
cual heredó de otros pueblos y desarrollo con mayor fuerza dicho culto.
Las deidades del inframundo de esta cultura tenían una representación
dual, Mictlantecutli y Mictecacíhuatl, señor y señora del Mictlán, la
región de los muertos a donde iban los hombres y mujeres que morían de
causas naturales.
La imagen que actualmente conocemos como la de la Santa Muerte muestra
atributos traídos de Occidente que poco tienen que ver con los
antecedentes prehispánicos, aunque es evidente la influencia histórica y
nacionalista que de alguna manera recae en el culto a la “Niña Blanca”.
Antecedentes históricos del culto a la Santa Muerte
La
figura de la Santa Muerte y el concepto que representa están
relacionados con la religión judeocristiana, en la cual la muerte es la
consecuencia del “pecado original”.
Al
llegar los españoles a tierras mexicanas trajeron consigo la imagen de
la muerte representada por un esqueleto, que se remonta al periodo entre
de los siglos XIII y XVI. En estos siglos en la mayor parte de Europa
hubo guerras y hambruna por falta de cosechas, lo que provocó que
aparecieran las epidemias, siendo la más terrible la peste bubónica.
La
imagen de la muerte y su triunfo universal se volvió constante en la
literatura y el arte al ser representada en la celebración de su
victoria y en la Danza Macabra. En ese tiempo fueron los artistas
plásticos quienes le agregaron la vestidura helénica, el mundo en sus
manos, la guadaña en preludio de que va a llevarse a alguien al más
allá, y la balanza. Para tratar de entender la evolución de esta figura
hasta la imagen de la Santa Muerte tal como la conocemos hoy, debemos
analizar este contexto histórico desde la época medieval.
Durante
la Baja Edad Media notamos un paulatino proceso de cambios y
transformaciones en el ámbito político, económico, cultural y
demográfico. Europa se halla sumida en un estado de convulsiones; es
carcomida por pestes, hambrunas, guerras y conflictos sociales. En este
contexto, la muerte empieza o dialogar con mayor intensidad con la
sociedad medieval; si bien morir es algo inevitable dentro de la
naturaleza humana, el sentido y relevancia que ésta adquiere, como
personificación, la situan en sí como parte de una construcción de
imágenes y un diálogo cotidiano con el mundo europeo cristiano.
El esqueleto como imagen de la muerte
La
iconografía de la muerte como esqueleto no se desarrolló hasta el siglo
XIII; fue a partir del siglo XIV cuando el esqueleto se estableció
firmemente como la forma de la muerte personificada. En la Antigüedad el
esqueleto había simbolizado más bien un espectro o un fantasma de la
persona muerta.
La
observación atenta de la mayoría de las imágenes esqueléticas de la
muerte en el Medioevo y el Renacimiento revela que no reproducen sólo la
osamenta: se trata más bien de cadáveres, cuya cabeza está revestida
por piel muy delgada sobre el cráneo óseo, con las órbitas vacías y sin
nariz.
En
lo general, las manifestaciones sobre la muerte que llegaron de España y
junto con la Inquisición, tenían como fin provocar miedo a ésta y
control, ya que así justificaban al cristianismo como la única religión
que podía salvar a la gente del pecado original y cuyo castigo era la
muerte. Es entonces cuando se retoma el concepto de una “muerte santa”
que implicaba la preparación para el “buen morir”, que era el proceso de
vivir como buen cristiano y estar preparado para la inevitable partida
con todos los sacramentos. Y por otro lado impusieron la idea del
“infierno”, concepto que no se conocía en el México prehispánico; así la
muerte tiene entonces el doble papel de acarrear las almas al cielo o
el infierno.
La
mezcla de costumbres prehispánicas y cristianas generó nuevos ritos y
costumbres que fueron cambiando y enriqueciéndose con el tiempo.
Dentro
del proceso de evangelización se introducen danzas, sonetos, pinturas y
grabados de carácter triunfalista, así como esculturas de bulto de las
carretas de la muerte que se utilizaban en las procesiones de Semana
Santa. A este baile macabro, controlado no por Dios sino por la muerte
personificada y del que no se libraban ni los más ricos y poderosos, la
cultura renacentista de los siglos XVI y XVII añadió elementos de la
antigüedad clásica para reforzar sus símbolos. Reaparecieron entonces
elementos de las tres Moiras, quienes determinaban el destino de los
seres humanos para los antiguos griegos: Cloto, que hilaba en su huso la
trama de la existencia; Láquesis, que medía con su vara la extensión de
aquélla; y Átropo, la cual, representada con un reloj de sol, una
balanza y unas tijeras, cortaba el hilo de la vida. Descendientes suyas
entre los romanos fueron las Parcas, que, personificadas como
hilanderas, gobernaban las horas del nacimiento (Nona), los matrimonios
(Décima) y la muerte (Morta). Igualmente importante fue la
representación de Cronos, el dios griego del tiempo (Saturno para los
romanos), quien solía aparecer como un anciano portando una guadaña,
elemento asociado con lo finito. Como en la Edad Media, las imágenes
renacentistas del esqueleto –que ahora portaba vestidura griega y una
guadaña, además de que tenía al mundo en las manos o mostraba una
balanza y un reloj de arena para medir el tiempo de los mortales, y era
acompañado por animales nocturnos como el murciélago o el búho, una
rueca con el hilo roto y un huso en el suelo–, y más tarde las del
cráneo con dos tibias cruzadas, exhortaban a abrazar la fe cristiana y a
renunciar a los placeres: recordaban al hombre la condición efímera de
su vida y la vanidad de sus posesiones terrenales. Es dentro de este
concepto que podemos interpretar los ritos de la Iglesia Católica, desde
el bautismo hasta los santos óleos, como elementos de preparación para
“la buena muerte o morir en Santa Muerte”. La tradición católica ha
invocado a San José como patrono de la buena muerte.
Con
el tiempo surgen nuevos rituales mexicanos como una mezcla de
tradiciones indígenas y europeas que se traducen en festividades
religiosas, como la que conmemora a los fieles difuntos con ofrendas de
alimentos, bebidas y otros presentes al muerto, en un sincretismo de
costumbres prehispánicas rodeadas por elementos católicos como los rezos
y las velas.
Es
muy difícil determinar en qué momento y lugar surge la devoción por la
Santa Muerte. La antropóloga Katia Perdigón realizó una investigación y
rastreo histórico que nos lleva a comprender la evolución a este culto
(2008).
En
primer lugar plantea la veneración de una figura esquelética en Chiapas
y Guatemala en el siglo XVII, a quien se identificaba como San Pascual
Bailón. A este santo se le atribuía el milagro de alejar la enfermedad.
Actualmente cada 14 de mayo se celebra al esqueleto de San Pascualito
dentro de la Iglesia Ortodoxa Católica Mexicana en Tuxtla Gutiérrez, y
algunos relacionan su culto con el de la Santa Muerte.
El
siguiente caso lo ubica en el pueblo de Amoles, hoy Querétaro, en el
año de 1793. Aquí se presentó a un ídolo de nombre Justo Juez, cuya
figura es un esqueleto de cuerpo entero coronado, portando arco y flecha
en manos, que está sobre una superficie colorada.
Otro
de los casos documentados en expedientes de la Inquisición se ubica en
el pueblo de San Luis de la Paz, Guanajuato, hacia el año de 1797, en el
que se describe un ritual que celebraban varios indios donde amarraban y
azotaban a una figura llamada Santa Muerte, para que les cumpliera
algún milagro.
En
el museo de sitio del pueblo de Yanhuitlán, Oaxaca, existe una
escultura que representa a un esqueleto coronado, sentado sobre un
trono, portando una guadaña.
Actualmente este espacio es transgredido por gente que le va a rendir culto a la Santa Muerte.
El México independiente
Las
ideas de la Ilustración y las Leyes de Reforma minaron el poder de la
Iglesia en la segunda mitad del siglo XIX; las representaciones de la
muerte fueron relegadas a esporádicas expresiones en la religiosidad
popular. Si bien las prácticas devotas siguieron siendo escrupulosas, el
minucioso ceremonial barroco de la muerte fue desterrado poco a poco,
acusado de inútil, impráctico y ostentoso; lo sustituyó la ceremonia
civil que honraba la memoria de los héroes de la patria.
De
manera popular circularon a fines del siglo XIX y principios del XX
unos cuadernillos u hojas sueltas llamados “corridos”, lo cuales
recogían, ilustraban y comentaban cuentos, canciones, rezos y toda clase
de sucesos (augurios del fin del mundo, temblores, incendios, milagros,
epidemias, motines). Los grabados de José Guadalupe Posada actualizaron
además la tradición medieval de las danzas de la muerte para llevar a
cabo una crónica visual e irónica de la época.
Aunque
como hemos visto la historia del culto de la Santa Muerte en México
podría remontarse a la época colonial, su aparición contemporánea se
sitúa unas cuantas décadas atrás. Los datos disponibles nos conducen al
comienzo de los años cincuenta del siglo pasado, cuando de manera más
bien clandestina, pues al parecer se le achacaba un origen o un empleo
maligno, empezaron a venderse estampitas con su imagen y una oración. Su
presencia urbana ha sido documentada por la alusión de un personaje de Lohijos de Sánchez,
el libro del antropólogo estadounidense Oscar Lewis (1961) que tanto
revuelo causó en su momento al reseñar la miseria de una familia
mexicana:
"Cuando
mi hermana Antonia me contó en un principio lo de Crispín, me dijo que
cuando los maridos andan de enamorados se le reza a la Santa Muerte. Es
una novena que se reza a las doce de la noche, con una vela de cebo y el
retrato de él. Y me dijo que antes de la novena noche viene la persona
que uno ha llamado…"
Otras
versiones ubican su primera aparición hacia la misma época pero en
diversos puntos de la República. Uno de ellos es el pueblo de Tepatepec,
Hidalgo, donde hasta la fecha una multitud fervorosa festeja cada 20 de
agosto a una imagen de bulto de la Santa Muerte ataviada con una túnica
y portando una guadaña en la diestra y el mundo en la siniestra. A
pesar de los esfuerzos en su contra por parte del clero católico, el
esqueleto de este lugar (hasta hace poco conocido como San Bernardo), el
de Sombrerete, Zacatecas, y el de San Pascualito Rey (llamado también
Rey San Pascual o San Pascual Bailón), han alcanzado notable celebridad y
son muy visitados por devotos de la Santa Muerte de todo el país –el de
Zacatecas incluso por migrantes que desde Estados Unidos regresan cada
27 de julio para asistir a la fiesta instituida en honor de la “Niña
Blanca”–.
Un
caso aparte es el de Catemaco, Veracruz, donde se ha situado otro
posible origen del culto; pero esta idea no parece tener más sustento
que su fama de lugar mágico y el uso que sus brujos y curanderos hacen
actualmente de la imagen de la Santa.
Como
se verá con detalle más adelante, en la ciudad de México el primer
altar que expuso en la vía pública una imagen de la Santa Muerte se
encuentra en la calle de Alfarería número 12, en la colonia Morelos. Fue
instalado en octubre de 2001. Ha crecido tanto el número de sus devotos
que muchos lo consideran ya el “altar mayor” del culto. Por otra parte,
algunos investigadores han registrado cerca de trescientos altares
dedicados a la Santa Muerte en los estados de Puebla, Querétaro,
Veracruz, Hidalgo, Zacatecas, Guerrero, Chiapas, Sonora, Chihuahua, Campeche y Tamaulipas, por mencionar algunos.
La
Santa Muerte es un culto popular que nace de manera clandestina ante la
desaprobación de la Iglesia Católica, pero más que nada es un recurso
espiritual para enfrentar la condición de vulnerabilidad de los devotos;
da respuesta a sus seguidores ante la crisis económica, social y
religiosa que pervive en nuestro país. En el ritual del culto no existe
sermón y los fieles aseguran que la Santa no juzga ni castiga; es pareja
con todos.
Luego de este repaso, las evidencias nos llevan a afirmar que la Santa Muerte en México goza de cabal salud.
Narrativa del rosario a la Santa Muerte
en el altar de Alfarería:
devoción por la muerte, celebración a la vida.
Desde
la estación del metro Tepito se empieza a percibir el ambiente de la
devoción: dos pasajeros van cargando sus imágenes de bulto de la Santa
Muerte; todos vamos al encuentro. Hay que caminar por el eje 1 Norte al
entronque con el 1 Oriente. No hay que preguntar, sólo seguir la inercia
de la gente. Al llegar al inicio de la calle de Alfarería se encuentran
muchos puestos ambulantes que venden artículos para el altar y para el
ritual:
Veladoras
de diferentes colores, según sea la petición (rojo para el amor, blanca
para la purificación y contra las envidias, dorada para el dinero y el
éxito en el comercio, verde para la justicia, azul para la Sabiduría, y
la de los siete poderes con la oración a la Santísima); también puros y
cajetillas de cigarros para purear o limpiar las imágenes y para
ofrendar un cigarro para la Santa, y otro para quien lo ofrece; bolsas
de dulces para el intercambio de dones, escapularios, dijes, pulseras y,
por supuesto, imágenes de todos tamaños y precios.
Cruzamos
la calle de Mineros, que se encuentra cerrada por una feria que se
instala cada mes, y la cual añade un toque más de ese ambiente de
fiesta, verbena, devoción y fe. Después de esta calle ya no hay lugar
para el ambulantaje, pues en las dos aceras se han asentado los
fervientes seguidores con sus altares particulares; pero eso sí, hay que
llegar temprano para ocupar buen lugar, ya que pronto se ve cómo se
instalan doble y triple hileras de altares a lo largo de la calle.
El
señor Jorge, devoto de muchos años, es de los primeros en instalarse. A
las seis de la mañana, y aunque tenga que esperar 12 horas para que
inicie el rosario, selecciona el mejor lugar. El señor Gerardo también
debe llegar temprano y estacionar su camioneta pick up, que es su altar,
ya que está pintada por todos lados con diversas imágenes de la Santa,
así como su propio cuerpo, tatuado desde la cabeza a los pies con el
mismo motivo de su devoción.
Toda la familia es convocada sin importar si es un día laboral o silos niños deben ir a la escuela.
Los
devotos que van llegando se unen al intercambio de testimonios y dones.
Llevan bolsas de dulces que en su caminar van ofrendando en cada uno de
los altares improvisados. Algunos intercambian estampitas con la imagen
y una oración, pequeños escapularios, flores y algunas artesanías
hechas por ellos mismos para demostrar su agradecimiento por los favores
concedidos. La mayoría de las personas cargan sus imágenes en mochilas
descubiertas que llevan al frente mostrando sus Santas; otros requieren
de un diablito para poder transportar sus imágenes de hasta dos metros
de altura; e inclusive hay quienes montan su altar en carritos de los
que se usan en los supermercados, los cuales, por supuesto, hay que
traerlos caminando desde lugares tan distantes como Iztapalapa o el
Estado de México.
Es
sorprendente ver que asisten muchos niños, y no sólo como acompañantes
de sus padres, pues también participan en la devoción; cargan sus
imágenes como si fuera el más atractivo de los juguetes y son los más
gozosos cuando reciben un dulce en este intercambio de agradecimientos.
Justo
frente al altar se congregan dos grupos de danzantes “concheros” que
portan con orgullo atuendos de la cultura prehispánica. Al ritmo de los
teponaztli y con movimientos frenéticos, le danzan a la muerte en un
alarde a la fuerza de la vida, con los rostros y el cuerpo pintado con
la representación esquelética de la muerte. Suenan los caracoles como
trompetas invocando su presencia, y el movimiento del plumaje de sus
penachos invita al ritual.
Todos
están deseosos de acercarse al altar, aunque sea “de entrada por
salida, porque hay mucha gente”, como piden los coordinadores de este
ritual, quienes se identifican con una playera con esta inscripción y
que además fungen como animadores echando porras: “¡Se ve, se siente, la
Santa está presente!”.
Conforme
pasan las horas la fila para acercarse al altar principal se va
haciendo más larga, pero los que vienen de rodillas en penitencia pasan
de manera preferente y son auxiliados para llegar; son hombres que en
sus rostros reflejan el dolor que los fortalece a cumplir su promesa, y
mujeres que cargan niños en brazos sin importarles las heridas en la
piel.
Hombres,
mujeres, niños, taxistas, guardias de seguridad, comerciantes de lo
legal e ilegal; amas de casa, homosexuales, obreros, sexoservidoras,
aquí no importa quién eres, a qué te dedicas o qué preferencia sexual
tienes, todos adquieren una identidad sin cuestionamientos y un sentido
de pertenencia. No importa lo que vayas a pedir: si por la salud de un
hijo, por el desarrollo de tu negocio, por el ser amado para que regrese
a tu lado, por protección; si vives en situación de riesgo, por una
urgencia económica, porque tu esposo salga pronto de la cárcel, por las
envidias y por el trabajo; todos le piden a la muerte para poder vivir
mejor.
Doña
Enriqueta Romero, mujer de 63 años, misteriosa y enigmática, sabia y
gentil, es quien decidió desde hace ya casi nueve años compartir con la
gente su devoción, cuando sacó el primer altar a la vía pública. Éste se
encuentra empotrado dentro de su vivienda protegido por un vidrio; ahí
yace la primera figura de la Santa Muerte que es exhibida en la calle,
la cual le fue obsequiada por su hijo un 7 de septiembre de 2001. Esta
figura mide 1.80 metros y está acompañada de muchas imágenes de la “Niña
Blanca” y por elementos del ritual como agua y tequila. Ya es costumbre
que el día último de cada mes se le cambie la ropa, y algunos devotos
se comprometen a traerle su vestido como un agradecimiento; al día de
hoy la lista para poder vestirla llega hasta el año 2022. Los vestidos
son fastuosos y coloridos; unas veces puede lucir como catrina en color
rosa, con su sombrero y sombrilla de tul, y otras como Reina; pero el 31
de octubre, que es su día, se le viste toda de blanco como a una novia.
Todo el nicho es decorado de acuerdo con los colores de su ropa, y Doña
Queta se encarga cada mes de comprarle diferentes adornos que combinen
con su atuendo: angelitos de vidrio soplado, figurillas de catrinas
multicolores que trae de Puebla, o zapatitos de novia, transformando
este espacio en una representación de un altar barroco cargado de
símbolos y significados que van de lo sagrado a lo profano.
Uno
por uno van pasando los devotos, tocan el vidrio, se persignan,
presentan a sus Santas para cargarlas de energía ante la que ellos
consideran la más poderosa, dejan la ofrenda de dulces, manzanas para la
abundancia y licor, y encienden dos cigarros y una veladora, la cual
colocan a un lado del altar donde ya hay cientos de luces que
representan una esperanza y una petición.
Diversos
colores enmarcan la calle fuera del altar: enormes ramos de flores son
colocados formando una media luna de matices que va desde la acera del
altar hasta la mitad del arrollo vehicular, y en derredor del cúmulo
floral son colocados bancos de plástico donde muy pocos podrán sentarse,
pero formarán un valla para prepararse a la oración.
Son
las 6 de la tarde y la luz del día empieza a declinar enmarcando el
ambiente que se va transformando de celebración a solemne. Ya casi no se
puede caminar. La gente continúa llegando y empieza a tomar sus lugares
lo más cerca posible y sin querer perder su sitio, no importa que aún
falten dos horas. Continúan las porras y un grupo de mariachis se abre
paso entre la multitud para poder tocar su música frente a “La
Flaquita”; comienzan con “Las mañanitas”, “La muerte” y luego siguen con
“Amor eterno”.
Cada momento que pasa se vuelve de mayor expectativa.
Los
que pudieron acercarse al altar ya no se mueven y Doña Quetita y las
personas que voluntariamente le ayudan continúan apresurando a la gente
para que circule rápido ante la presencia de la “Niña”, porque ya va
empezar el rosario, mientras que otro grupo de mariachis se acerca para
entonar su música, pero son advertidos de que tendrán que cortarle
porque a las 8 de la noche empieza la oración.
El
ritual comienza cuando Edgar, uno de los yernos de Doña Queta, desde el
interior del altar, comienza a purificar la imagen con humo de puro;
una y otra vez sopla el humo con la parte de la mecha encendida metida
en su boca. Con un micrófono se anuncia que ya va empezar el rosario y
que ya nadie tiene acceso al altar; llegó el momento máximo de expresión
de la devoción, de pedir y agradecer.
Jesús
Padilla, hombre sereno y comprometido, es quien dirige la letanía. Toma
su lugar de cara a la multitud, se persigna y reza:
En
el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén. Dios
todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, te pido permiso para invocar
a la Santísima Muerte, mi Niña Blanca. Quiero pedirte de todo corazón
que rompas y destruyas todo hechizo, encantamiento y oscuridad que se
presente en mi persona, casa, trabajo y camino.
Santísima
Muerte, quita todas las envidias, pobreza, desamor y desempleo, y te
pido de todo corazón y de caridad me concedas con tu bendita presencia,
alumbres mi casa y trabajo y le des a mis seres queridos amor. Bendita y
alabada sea tu caridad, Santísima Muerte.
Luego se reza un Padre Nuestro
El
rosario se reza de manera tradicional, con sus misterios, y en cada uno
se hace una petición: por los enfermos, por los que están en las
cárceles, por los que son viciosos, por el trabajo y por los difuntos; y
así después de cada misterio se reza un Padre Nuestro, diez Avemarías y
un Gloria al Padre.
Posteriormente
se invita a hacer una cadena de oración que inicia cuando la señora
Enriqueta pone su mano sobre el cristal del altar, y mano con mano se
van estrechando uno a uno los devotos hasta que esas cinco mil personas
ahí reunidas forman una sola fuerza; con los ojos cerrados, algunos
derraman lágrimas haciendo su petición en silencio. Esta unión de poder
en la oración dura varios minutos y cuando termina se percibe una
energía de paz: se han descargado las angustias y los temores, las
peticiones y los agradecimientos, los ruegos y las promesas, con la
certeza de que todos fueron escuchados, con la paz que da una esperanza.
En
un momento del rosario se le pide a la gente que levante sus imágenes,
cuadros, escapularios o lo que traiga, para cargarlos de la energía que
sólo la muerte puede dar, que es la que proviene de Dios Padre. Martín,
quien ha traído una imagen de bulto de dos metros, se agacha para poder
elevarla: “No importa el peso, la Niña se lo merece porque me ayudó a
salir de la cárcel y a quitarme del vicio”.
Culmina
el rosario entre el desgaste emocional y una catarsis colectiva, y los
que todavía no han tenido la oportunidad de acercarse al altar se forman
de nuevo en la fila, la cual se confunde entre la multitud que no tiene
intención de retirarse. Con el micrófono se les indica que en la
esquina de la calle de Mineros se bendecirán las imágenes con agua
preparada de hierbas y esencias aromáticas, la cual es rociada con un
ramo de romero.
Doña
Adela y Margarita son las encargadas de dar “La Providencia” que desde
temprano prepararon: enormes ollas con atole de arroz y chocolate que
reparten junto con un bizcocho de pan, y aunque no alcance para todos se
da con agradecimiento.
Son
las 12 de la noche y Doña Enriqueta y su familia comienzan a barrer la
calle; aún hay mucha gente renuente a partir, como si se fuera a
terminar la magia de pedirle a la muerte por el don de la vida.
Conclusiones
La
Santa Muerte es una figura de culto religioso de origen popular
mexicano que durante los últimos diez años ha tenido mayor auge y ha
cobrado vida, como respuesta a las necesidades y problemas de la gente
que vive en situaciones de vulnerabilidad. Se le ha vinculado con actos
delictivos de algunos de sus devotos, pero la mayoría de las personas
que se integran a su culto es gente de todas las clases sociales,
económicas y culturales que no han encontrado respuesta en otros cultos.
Recibe peticiones de amor, protección, suerte, salud y dinero, por
medio de prácticas de índole religiosa de oración y rito. Sus devotos
consideran que a la “Niña Blanca” no se le piden milagros sino favores o
“paros”, pero también la consideran muy milagrosa; aunque un milagro
está fuera del alcance del ser humano y su realidad, y en cambio un
favor tiene mayor vinculación con la vida cotidiana.
La
Santa Muerte se encuentra al alcance de sus devotos y no necesita que
haya un representante o líder de por medio para comunicarse con ella, y
mucho menos una institución. Se le habla con cariño:
“Niña
Blanca”, “Flaquita”, “Madrina”, “Señora”, “Hermana Blanca”, “Santita”,
“Santísima”, “Comadre”, y se le pide al tú por tú sobre las necesidades
terrenales.
Los
devotos en su mayoría pertenecen a la religión católica, asisten a misa
y tienen afinidad con la Virgen de Guadalupe o con San Judas Tadeo,
aunque la Iglesia Católica no reconoce este culto y lo condena
relacionándolo con la delincuencia y con prácticas paganas. Ante los
ojos de esta religión, la muerte es vista como una consecuencia del
pecado y, por lo tanto, no puede ser santa.
El
culto a la Santa Muerte representa la fe que se ha perdido a la Iglesia
Católica. Más que nada se ha adaptado a las necesidades cotidianas y de
la existencia de la vida de los sujetos, quienes se encomiendan a un
santo que vaya acorde con la situación real y mundana que viven.
El
aspecto más importante de esta devoción es la fe, ya que nadie obliga a
los fieles a asistir a algún rosario en los altares y oratorios.
Todo
depende de la creencia personal porque es un culto donde no hay dogmas
ni líderes espirituales, pues se concibe como un culto libre.
El
hecho de instalar el primer altar de la Santa Muerte en la calle
provocó la transformación de un culto oculto y doméstico a una devoción
popular abierta, en la que sus devotos salen a manifestar su fe, con lo
que provocaron una detonación social y religiosa que poco a poco se ha
ido extendiendo no sólo en la ciudad de México, sino en muchos estados
de la República Mexicana, y que ha traspasado fronteras al ser llevada
inclusive a Estados Unidos y Centroamérica por migrantes mexicanos.
No
es fácil determinar el origen del culto a la Santa Muerte, lo que sí es
un hecho es su enorme crecimiento en los últimos años en los que ya no
se le esconde, y sus seguidores comienzan a expresar su devoción
abiertamente en altares particulares, portando medallas, escapularios o
tatuajes con su imagen, o en el surgimiento de altares callejeros y
oratorios como los de la calle de Alfarería, o como el Santuario de la
Santa Muerte, ambos en la colonia Morelos. Otros lugares de devoción
están en la calle de Tenochtitlan, Jesús Carranza y Toltecas en Tepito;
en calzada de la Viga, Matamoros y Peralvillo; en Rotograbados,
Estampado y Paileros en la colonia 20 de Noviembre; en Privada de
Tapicería y calle Tapicería, colonia Penitenciaría; en la Plaza del
Peregrino en la Villa de Guadalupe; en la avenida de las Torres en
Iztapalapa; en la calle Juchitán en la colonia Condesa; el de Dr.
Barragán en la colonia de los Doctores; en la colonia Villa de Cortés;
en la colonia Pensil; en el Oratorio Santa Esperanza en la calle de
Alarcón colonia 10 de Mayo; en el oratorio de la calle Torres Bodet en
la colonia Santa María, por mencionar algunos en el Distrito Federal.
En
el interior de la República encontramos algunos como el de la Avenida 8
en Pachuca y Tepatepec, Hidalgo; el del municipio de Pedro Escobedo en
Querétaro; el de la calle 9 Norte en Puebla; el de Sombrerete en
Zacatecas; y el de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, destacando como los más
renombrados.
A
la Santa Muerte se le ha encasillado como patrona de criminales y de
quienes viven en situación de riesgo, pero lo que es una realidad es que
la mayoría de sus seguidores son personas con una enorme necesidad de
fe, ayuda y protección ante las dificultades de la vida diaria y que no
han encontrado respuestas en ningún otro culto, y algunos otros
heredaron esta devoción de sus abuelas o madres, o fueron influenciados
por algún otro devoto a quien la Santa ya lo había favorecido.
No
existe ninguna fórmula definida para practicar este culto, el cual se
ha formado con ceremonias del ritual católico, de la santería Yoruba,
del Budismo, de otros cultos populares, y de la mezcla de rituales y
danzas prehispánicas.
Los
elementos del rito son promovidos por intereses comerciales, en donde
se les da significado a los colores, las formas, las ofrendas y los
símbolos.
Venerada
por unos, temida por otros, la Santa Muerte no puede seguir ocultando
el poder que sus devotos le han otorgado ante una sociedad que vive en
crisis económica, de salud, seguridad y religiosidad, conjuntándose en
la ironía de pedirle a la muerte por la vida.