Hubo
un príncipe polaco, que por una razón política, fue exiliado de su país natal, y
llegado a Francia, compró un hermoso castillo allí. Desafortunadamente, perdió
la Fe de su infancia y estaba, a la sazón, ocupado en escribir un libro contra
Dios y la existencia de la vida eterna. Dando un paseo una noche en su jardín,
el se encontró con una mujer que lloraba amargamente. Le preguntó el porqué de
su desconsuelo.
¡Oh,
príncipe, ella replicó, soy la esposa de John Marie, su mayordomo, el cual
falleció hace dos días. El fue un buen marido y un devoto sirviente de Su
Alteza. Su enfermedad fue larga y gasté todos los ahorros en médicos, y ahora no
tengo dinero para ir a ofrecer una Misa por su
alma"!.
El
príncipe, tocado por el desconsuelo de esta mujer, le dijo algunas palabras, y
aunque profesaba ya no creer más en la vida eterna, le dio algunas monedas de
oro para tener la Misa por ella y su difunto esposo. Un tiempo después, también
de noche, el Príncipe estaba en su estudio trabajando febrilmente en su libro.
Escuchó un ruidoso tocar a la puerta, y sin levantar la vista de sus escritos,
invitó a quien fuese a entrar. La puerta se abrió y un hombre entró y se paró
fernte al escritorio de Su Majestad. Al levantar la vista, cuál no sería la
sorpresa del Príncipe al ver a Jean Marie, su mayordomo muerto, que lo miraba
con una dulce sonrisa.
Príncipe, le dijo, "vengo a agradecerle por las Misas que
usted permitió que mi mujer pidiera por mi alma. Gracias a la Salvadora Sangre
de Cristo, ofrecida por mí, Voy ahora al Cielo, pero Dios me ha permitido venir
aquí y agradecerle por sus generosas limosnas".
Luego el agregó solemnemente "Príncipe, hay un Dios, una vida
futura, un Cielo y un Infierno". Dicho esto, desapareció. El Príncipe cayó de
rodillas y recitó un ferviente Credo ("Creo en Dios Padre
Todopoderoso...")